miércoles, 19 de febrero de 2014

Todo se soporta



Adelantándonos al carnaval, cuya fecha está marcada por el Miércoles de Ceniza que este año es 5 de marzo, vamos a viajar a la región Ayacucho, pero a una de sus provincias más alejadas, nos vamos a ir hacia Andamarca, pues aunque esté lejos de la capital regional, se siente el espíritu mágico de esta celebración emparentada con la tierra, con el desborde y el amor, como tiene que ser.



Antes de la cuaresma hay licencia para amar, danzar y beber. Si hay que probar fuerza, bienvenido; sino esperar hasta el último día para sentir la bendición del látigo.


Hola Gabriel:

Ahora que te observo, plácidamente dormido, quiero iniciar el viaje y llevarte a la tierra de los andenes, a la bella y mítica Andamarca (Lucanas – Ayacucho), donde además de la Fiesta del Agua, el carnaval o pukllay se apodera de los pobladores y los hace danzar , danzar, danzar y danzar...

Durante el  carnaval la protección celestial está a cargo de la Santísima Trinidad, Santa Rosa, San Isidro Labrador y el Niño Víctor Poderoso. Sin embargo, la energía festiva viene con la Chimaycha, el espíritu de la madre tierra o la mujer de los wamanis, dioses tutelares que moran en lo alto de las montañas.

Los mayordomos, representantes de cada imagen sagrada, dan la bienvenida a los visitantes con la sabrosa ullada u ollachinacuy, hecha a base de carne y frutos que empieza a regalar la chacra: choclos de enormes y hermosos granos, papas grandes y de suave textura, habas verdes y brillantes como el campo cuando recibe las milagrosas gotas de agua, coles coposas y frescas,  duraznos maduros que llegan al plato a darle el toque  dulzón y  atractivo que el paladar aprecia al degustar esta gama de ingredientes, que solo se juntan entre coloridas serpentinas.

Los protagonistas de la mesa especial del banquete, cuya reina es la ullada,  son el cantor, el sacerdote, los previsteros o revistes, aquellos que se encargan de cambiar y cuidar a cada figura religiosa, y las muñidoras o muñecas, mujeres que cambian las flores del templo y de sus santos patrones, como el Niño Víctor, caprichoso y juguetón, quien luce sus 25 centímetros entre pica pica y talco rosado, entre ese poncho marrón y el chicote de cuero que cuelga de su cuello hasta el Miércoles de Ceniza.

Gabriel, cuando los españoles trajeron los carnavales, en nuestro territorio se hacían sacrificios para que la cosecha fuera buena. Febrero era el mes de las lluvias y las flores. Se asimila el festejo, pero no se olvida el pasado, se sigue hablando con la pachamama y el amor de pasñas y maqtas, de solteras y solteros, está en cada paso de baile y hay que descubrirlo cantando, haciendo piruetas con el caballo como en Sacclaya (Andahuaylas – Apurímac) o estrellando las frutas en el cuerpo del otro “hasta que reviente agua colorada”. 

Relata Juan Erasmo Bendezú, periodista y autor del libro “La Fiesta de los Apus” que “la señora Chimaycha sale en los carnavales para gozar encarnada en los chimaycheros o danzantes. (…) Cuando termina la fiesta, vuelve a internarse en su morada: montañas, cataratas y manantiales, donde a ciertas horas del día o de la noche suele cantar , por eso las mujeres y varones saben componer canciones al instante”. 

Y supongo yo, que la Chimaycha impide que los cuerpos de estos jóvenes pierdan movimiento, porque te contaré, querido Gabriel, que bailan sin parar durante toda la semana. Son comparsas de chimaycheros que invaden las calles de Andamarca. Avanzan en zigzag como si delinearan la forma del río. Siguen las notas del arpa y el violín. Zapatean, cantan, ríen. Visitan a otros conjuntos, compiten, se adornan y enamoran. La chimaycha propicia el encuentro sentimental de muchachos y muchachas, aunque al cantar  hablen del mal servicio de las empresas de transporte, de esas ganas de reencontrarse con los paisanos, de las autoridades, de huaycos y derrumbes, del cielo gris, de las lluvias y el sol.

Como la emoción no solo atrapa a los solteros,  es momento que  hablemos del Carnaval Vasallo. Quienes lo bailan, a ritmo de flauta y tinya, son los previstes, esos señores mayores que asisten a los santos. Ellos danzan al lado de las muñidoras, mujeres especialistas en rodear de flores frescas a las mismas imágenes. La melodía es desafiante y guerrera. Marcan el compás con una banderita cubierta de campanillas y casi al terminar la celebración, caminan hacia Puquioqta, un acueducto preincaico, donde deberán realizar el pachatasayc o lavado de ropa.

Es la costumbre que los une en el agua. Una tinya junto a la flauta. Zapateo de ancianos sobre el pasto. Una manta que descubre los trapos sucios de la iglesia:  manteles, ropas del cura, tapetes, túnicas de algunos santos. Los varones refriegan varias veces y escurren lento. Colocan las telas sobre piedras y ramas. Aún sin sol secarán pronto. Mientras ellos juegan y terminan en medio de la poza, mojados y contentos. Una tinya junto a la flauta. Zapateo de ancianos sobre el pasto. 

Gabriel, tu aún no lo sabes, pero estamos viajando a través de mi memoria. Escucha: Lavar las telas del templo como un acto de purificación requiere hacer  lo mismo con el cuerpo de cada carnavalero, pues se ha dicho desde el inicio de la fiesta, que en estos días los demonios andan libres. Cada mayordomo usará el chamberín de tres puntas de cuero crudo y golpeará al bailarín, aconsejándolo y recriminándolo. Luego, los castigados tendrán que beber el yawarchan, un brebaje de hierbas que según refieren es la sangre de Cristo.




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